lunes, 9 de octubre de 2023

Infierno

Semejantes a gotas, tanto por su multitud como por la irrelevancia, era el caer de las almas perdidas y apagadas por la aflicción, al infierno. Allí donde el tormento cruje todos los días junto con los huesos acabados de quien cumple una larga condena que no se acaba en esta vida y posiblemente tampoco en la otra, pues certeza no hay, mi amor. No la hay. El tiempo es un bucle maldito y siniestro, una vorágine de números que raspan hasta lo profundo del alma y el cuerpo, oh querido, lo machacan hasta quedar  irreconocible, como un pellejo vaciado, una piel desvencijada que ya no calza en ninguna humanidad decente. 


Decía el hombre mientras acariciaba a su pequeño. Sus manos eran temblorosas, justamente figurando su propia descripción del pellejo vacío, raído e irreconocible. A veces resultaba inexplicable, un día se estaba bien y al otro era como haber sido sorbido por un demonio, alguna figura retorcida de las pesadillas que se avecinaba con su popote bailarín, vivo y serpenteante. Entonces lo lanzaba y donde caía, en alguna parte humana, ahí se clavaba como sanguijuela, anclándose a la carne fresca con diminutos miles de dientes. Sí, finalmente el demonio pegaba sus fauces siempre sanguinolentas al popote y sorbía con la fuerza de un huracán para llevarse así la vida y el cuerpo de sus víctimas, dejando un hilo nada más. Un desperdicio, restos a veces vivos, a veces no. 

Como te decía, mi querido. No hay peor cosa que llegar al infierno. Y no, no me refiero a la imagen religiosa del fuego eterno donde todos los malos arden. Pues pensar en él como una figura lejana y futura es el consuelo más grande de la humanidad. Creer que no existe, la utopía del alma. La verdad es que todo hombre, bueno o malo, debe atravesarlo en esta tierra e intentar no quedar atrapado en él. Aquella cosa te desgarra la existencia y hace la muerte deseable. Arranca los sueños de tajo al introducir su mano huesuda y ambiciosa, hurga en el corazón y no solo te despoja de lo más preciado, sino que envenena, así que si no mueres en aquella primera invasión la ponzoña carcomerá tus pensamientos hasta hacerte desear correr al despeñadero más alto. Hacia cualquier cosa que te libere del tormento. No tienes cadenas pero tus manos pesan, no traes grilletes pero cada paso cuesta lágrimas. Entonces, mi amado, debes escapar del infierno y su demonio mensajero antes de que te devore. 


Por respuesta, el anciano recibió una mirada vidriosa y llena de inocencia. No salió ninguna palabra en realidad, pero aquellos gestos enmarcaban una curiosidad genuina con una duda silente. El pequeño permaneció expectante, sentado en sus piernas, atento a lo que escuchaba.

El viejo respondió. Continuaba el temblor en sus manos mugrientas. Obviamente el oyente deseaba saber cómo escapar de tan horrible destino. Como seguramente ustedes también. Entonces el anciano se acercó al oído de su pequeño, no sin antes toser. El ambiente era frío, propio de la llegada del invierno y solamente una frazada raída cubría el cuerpo maltrecho y chupado del sujeto. Eran tal para cual. Y aquella tos jamás tratada seguramente le acompañaba desde la infancia a juzgar por la sacudida de huesos que le provocaba. Con todo, se aproximó con la intención de revelar el secreto y salvar a su pequeño.


Te diré quienes son ellos y cuando llegues a verlos, corre. Escapa. Huye por tu vida. En realidad es así cómo he logrado sobrevivir tantos años, sino hubiese huido de sus garras sería menos que ésto. Y mira que estoy cerca de la muerte, puedo sentir su frío tacto en mí, ya me toma de las manos y me invita a levantarme de ese lecho. 


Volvió a toser convulsivamente. Su lecho eran unos cartones ennegrecidos como su rostro. Encima había periódicos arrugados, algunos incluso ya fundidos con las baldosas, bolsas de papel que eran arrastradas por el viento y terminaban atoradas en su montículo de basura. En su castillo de desperdicios pútridos. Finalmente habló con lo que era su último aliento.


El infierno es el trabajo; el demonio es el jefe.


El perro hambriento que descansaba en sus piernas abrió más los ojos y movió la cola porque la espera había valido la pena, al fin iba a comer.


El camino del infeliz

Fue maravilloso caer en la hecatombe de mis miedos, en lo más profundo de los desencantos horrorosos de mi alma. Todos y cada uno de ellos s...